Todo empezó porque demoraban en traer la comida.
Sacamos los manteles individuales que estaban debajo de los platos y ellos comenzaron a bobear sobre los significados.
A Ching Tzú el tema le aburría bastante, como te podrás imaginar, y contestaba con monosílabos.
—¿Es verdad Ching que este dibujito viene a ser el sesenta y nueve en chino?
—¿Hacen el sesenta y nueve en China, Tzú ?
Y toda clase de preguntas idiotas que supuestamente debían contribuir a romper el hielo con su nueva novia. Creo que había algo de envidia. Todos pensaron que jamás tendría una chance. Los racistas creen que todos lo son, o que no lo reconocen pero en el fondo también sienten lo mismo. A estos les gustaba meterle presión arremetiendo contra su timidez de la forma más baja posible.
Mi relación con él había estado progresando. Si bien no éramos amigos amigos, empezábamos a tener una cierta amistad basada en dos cosas:
Uno: la meditación, donde estaba experimentando una manera de respirar que me había enseñado, con resultados sorprendentes que quería consultar con él apenas pudiera.
Dos: la forma que teníamos de mirar las películas.
Estábamos de acuerdo en que las que veíamos los fines de semana eran todas básicamente iguales: un romance, una corrida de autos, un par de piñazos, un enigma, una investigación llevada adelante por un alcohólico policía en decadencia que al final se recupera un poco.
Nuestra visión se detenía en los detalles. Los modelos de los autos, las elecciones en el manejo de la luz, las marcas de los productos sugeridos y no evidentes. En esto muchas veces no estábamos de acuerdo. Lo que para mí era una marca sugerida para él no, y viceversa. Aunque detrás de estas diferencias se escondía el tema de que uno reconocía algo que al otro se le había escapado, todo formaba parte de la cosa y contribuía a tejer la corriente de afecto que nos teníamos.
Mientras duraba la charla donde habían agarrado de punto a Ching, me fui ausentando por aburrimiento y viajando mentalmente a varias situaciones de la semana.
El tema es que reí con carcajada de metralleta en un momento inoportuno, por lo que supe después. Mi risa fue por algo que me había pasado el día anterior. Pero ocurrió en la mesa, en un momento donde la joda se había desbarrancado hacia la humillación. Ching pensó que la estaba festejando y no lo soportó. Se levantó, lanzó una maldición con un volumen fuera de todas proporciones, como si la estuviera emitiendo con ayuda de varios antepasados muy enojados. Se paró y me golpeó la frente con un manazo seco que me desmayó. Se apagaron todas las luces del mundo.
Desperté sobre el mantel individual de papel, en alguna parte de la región dorada. Ching me transmitió cuál era mi pena, sin darme la posibilidad de explicar. Las migas de pan eran rocas gigantes. Corrí como loco de un lado al otro del mantel gritando y pidiendo ayuda. Cuando me cansé noté que era inútil cualquier cosa que hiciera. Así que me detuve a mirar mi desierto de oro, arrancando pedazos de las rocas de pan, observando las gotas o cúpulas de vino, huyendo de la fauna local curiosa con el vecino nuevo.
Mi paciencia con el nuevo mundo empezaba a agotarse. Ching debe haber captado mi intención de suicidio, porque recibí una nueva trompada en la frente que me llevó otra vez a la oscuridad.
Ahora estaba en un restorán chino, pero de China mismo. Salí a la vereda a certificarlo. Ví una bandera en un puesto de diarios y revistas. Pero la verdad es que daba lo mismo fuera Japón o Corea. Volví. Estaba tan lleno de gente y humo que nadie reparaba en un occidental ignorante del idioma inglés y de cualquier salvoconducto con posibilidades de procrear.
Me detuve delante de los baños tratando de descifrar cuál sería el de hombres.
Fue fácil como reconocer el pictograma del mantel. Hice las respiraciones, tomé valor y abrí la puerta.